Inoportuna
El pintor que pinta a diario —sin seguir estrategias de visibilidad— se ha vuelto una rareza en el panorama artístico actual. Es el caso de Gustavo Almarcha, artista de nuestra ciudad, que ha mantenido una práctica constante durante décadas, ajena a las modas, los mercados y las legitimaciones externas. Lo suyo no es solo una cuestión de método: se trata de una forma de estar en el mundo, de resistir desde el margen, de seguir afirmando —con el cuerpo y con la materia— que el arte no necesita ruido para ser contundente.
Hay trayectorias artísticas que no encajan fácilmente en los relatos oficiales. La de Almarcha (Miranda de Ebro, 1953) es una de ellas. Su pintura, lejos de los discursos dominantes, ha seguido un camino propio, obstinado, fiel a una necesidad que es tanto vital como artística. “Pinta desde siempre”, dice. Y lo sigue haciendo cada día. Esa insistencia —esa obstinación diaria con el cuerpo, el trazo, la materia— no es solo un modo de trabajar: es una forma de resistencia. Contra la muerte, contra el olvido, contra la indiferencia.
Y el jueves de la semana que viene, Gustavo Almarcha inaugura Inoportuna en Zas Kultur.
Inoportuna recoge bien la condición que atraviesa toda su obra: la inoportunidad no como torpeza, sino como dignidad. No llega cuando se la espera, ni responde a demandas externas. Se presenta con todo su peso, con sus cuerpos densos, sus gestos torcidos, sus formas que no buscan agradar ni explicar. Pintura que se impone, no que se ofrece.
El cuerpo humano es el centro absoluto en la obra de Almarcha. Más que un tema, es una obsesión que atraviesa décadas. Figuras deformadas, solitarias, convulsas. Un cuerpo que nunca está en calma, que no se representa como ideal, sino como campo de batalla emocional. Y dentro de ese cuerpo, la cabeza: núcleo expresivo, foco de angustia, zona crítica. La cabeza como fragmento que lo dice todo, como contenedor de la violencia interna. Almarcha ha pintado cabezas desde siempre, y en ellas se concentran muchas de las preguntas que su pintura no verbaliza, pero lanza como un puñetazo.
Esta exposición, comisariada por Zas Kultur, no es un paréntesis ni un regreso. Es la continuidad de una práctica coherente. Hace cinco años, Almarcha clausuró la antigua sede de Zas con Buruak, centrada en esa serie de cabezas, e inauguró la nueva con Buruak #2. También entonces decía que no le gustaba hablar de lo que hacía, que estaba claro lo que había. Y sigue estándolo: su pintura no necesita traducción.
Como ya ocurría en la muestra Hard del Centro Cultural Montehermoso en 2015, la pintura de Almarcha se sostiene en la ausencia de complacencia. Lo angustioso, lo desbordado atraviesan unas obras que no buscan respuesta, sino presencia.
Gustavo Adolfo Almarcha nunca ha sido oportuno. Quizá por eso su pintura sigue importando. Porque insiste. Porque persiste. Porque, en un tiempo saturado de ruido, su gesto sigue diciendo lo esencial: aquí está el cuerpo, aquí está el miedo, aquí sigue la vida.